22 de julio de 2014

Brevísima historia de (mi) tiempo


Dejaré de lado lo anecdótico. Nací cierto año en un país cualquiera. Viví aquí y allá. Estudié esto, trabajé en lo otro. Hice tal o cual cosa. Igual que miles de millones de seres humanos durante siglos y siglos.

Si tuviera que resumir mi vida en media página, centrarme en lo esencial, en lo que me diferencia del resto de la humanidad, en lo que quiero que la gente recuerde el día que me muera, diría que soy un hombre afortunado. El más afortunado del mundo.

Confío en mi mismo. Perdí batallas pero gané todas las guerras. Jamás me faltaron familia y amigos, los imprescindibles nunca me han fallado. Sé lo que es el amor, ese que quema y arrasa, y ese que trae sosiego y calma. He querido, no tengo ninguna duda de ello. Y he sido querido con certeza absoluta. He leído, he viajado, he escuchado y me han escuchado. Estoy vivo, cada día, cada minuto. La vida es una fiesta.

Ítaca no es un destino, es el camino. Lo leí cada mañana. Pero no, no es el haber sorteado a cíclopes y lestrigones, el haber disfrutado de cientos de mañanas estivales en puertos nunca vistos lo que me hace la persona más afortunada del mundo. Sino el poder darme la vuelta, respirar hondo y observar desde lo alto de la montaña el camino recorrido. Y ver no un camino, sino rostros amigos. Gente con la que compartí este viaje y que se siguen a mi lado a pesar de los miles de kilómetros que a veces hay entre nosotros. Gente que está siempre ahí cuando la necesito sin ni siquiera tener que pedirlo. Son ellos los que me hacen la persona más afortunada del mundo.

11 de julio de 2014

Fe

Al principio no prestó demasiada atención. Aún así, buscaron, aturdidos por la emoción de la primera vez, el mando a distancia entre las sábanas durante un par de minutos para encontrarlo finalmente en el cajón del escritorio. Las televisiones de los hoteles acostumbran a tener vida propia.

Más sorprendido quedó cuando ella acepto su invitación para cenar en su casa y el portátil se encendió inexplicablemente tres veces aquella noche, siempre en los momentos más inoportunos. Seguro que fueron algunas de esas actualizaciones automáticas, menudo incordio pensó él.

Pero no fue hasta las cuarta o quinta cinta cuando empezó a preocuparse realmente. El microondas se puso en marcha solo y no hubo manera de apagarlo. Ella sonreía desnuda a su lado mientras él se afanaba en mover el armario para acceder al enchufe y poder desconectar el electrodoméstico maldito. ¿Era por eso que en su ático de 20 metros cuadrados no había más que una colchón en el suelo, una mesa y montones de libros? razonó por primera vez.

Si la cosa no hubiera ido a más tal vez podría haberlo ignorado. Al fin y al cabo todo el mundo tiene sus manías y peculiaridades. Ocurrió tras el que, incluso décadas después, definió como el polvo de su vida. El informe de los bomberos lo achacó todo a una cazuela olvidada en el fuego, omitiendo el hecho de que la vecina llevaba una semana de vacaciones. Todo quedó en un susto y no hubo que lamentar grandes daños.

Ese día, ante la necesidad de tener que aceptar lo inaceptable, de asumir que hay cosas a donde no llegaba su método científico, optó por la única alternativa razonable. Nunca volvió a ponerse en contacto con ella.